De sus padres, de sus dos partes del mundo había heredado dos bienes “inmateriales” e invalorables. Su madre, que fuera una muchachita “bien” enamorada de “un farero mal” le había dejado su amor por la lectura, este amor había surgido sin presentaciones, la figura de su madre sentada en la hamaca leyendo todas las tardes, era posiblemente la imagen que más le perduraba de ella y además fue suficiente reclamo para que la curiosidad del niño buscara en los renglones respuesta a la fascinación materna. De muy pequeño, apenas tres años, ella le había enseñado a leer en las noches de invierno, el pequeño sentado en su regazo, con un cuento en las rodillas y ella de incansable educadora, en su silabeo infantil. Cuando la imagen de su madre solo fue un doloroso recuerdo, refugió su mirada en los libros que ésta tanto amaba, tal vez, inconscientemente buscó algo de ella en los texto. Lo cierto que en su “alta guarida” había leído todo los que en su edad le era comprensible, así había viajado con Ismael en busca de Moby Dick, había rescatado el tesoro con Long John, había naufragado en una isla desierta y solitaria, había conocido los fondos marinos en submarinos, los cielos en globos, incluso la luna en naves impulsadas con cañones. Durante esos días no estaba solo, se sentía terriblemente acompañado, pero notaba la ausencia de alguien a quien hacerle partícipe de sus vivencias, a quien contagiar sus alegrías y sus penas. Pero... solo estaba el mar, solo el cielo, solo las rocas. solo.
De su padre había adquirido otro gran amor... la música. Su padre, que de pequeño aprendió a tocar el violín amaba a Mozart, a Mendelsson, List, Ravel, Verdi, y tantos otros. Sus tardes estaban casi siempre acompañadas de música, y una buena pipa dulzona que llenaba la pequeña casa de sonidos y aromas, que por siempre quedaría fijados en la mente de Berto. A fuerza de escuchar, al principio como se escucha el mar de fondo, aquellas músicas, a fuerza de comprender sus movimientos, sus cambios, y estructuras sus subidas y bajadas, había transformado éstas en caricias, susurros, besos, dolor, pasión... y de nuevo, como pasó con su madre, el otro amor de su padre, se había convertido en amor suyo.
Un día cuando ya fue mayor, su padre tomó el camino del cementerio, para esta vez, no volver, su enjuta figura se había rendido a la muerte y de él solo quedaron su pipa dulzona y sus discos de música. De nuevo el dolor como una nube de otoño, tiñó su existencia durante un periodo, después, las últimas palabras de su padre deseando el encuentro con su madre había minorado el dolor, en la esperanza de que, donde estuvieran, estarían juntos.
Si hay que decir la verdad, habrá que decir que Berto no sintió, tanto la soledad, como la ausencia, acostumbrado como estaba a que sus existencias, la suya y la de su padre, viajaran juntas pero sin roces, paralelas, cada uno tenía un mundo que, lejos de girar uno sobre el otro, se traslacionaban juntos alrededor del universo del faro.
Berto tomó, pues, el puesto de su padre, para la administración este era un puesto que apenas si existía, recibía mensualmente su cheque, válido para pasar el mes, y cumplía su misión con pulcritud y constancia. El trabajo de farero existía pero como una forma de mantener su vida y universo actual.
No recuerda bien, cuando se le ocurrió la idea, lo cierto que es ésta fue gerrminando en su cerebro durante un tiempo, hasta que pareció completamente formada, después llegó el momento de hacerla realidad. Buscó revistas de electrónica y sonido, compró con sus ahorros los materiales y se puso manos a la obra.
Para empezar compró un nuevo giradiscos, éste lo conectó a un enorme amplificador y desde estos un manojo de cables serpenteaba por las escaleras de caracol hasta la torre del faro, luego, y esto fue lo más difícil tuvo que suspender y sujetar los cuatro enormes altavoces bajo la pasarela exterior de la torre, éste era el sitio mas seguro para que estuvieran al resguardo del agua y el viento. Cuando las conexiones estuvieron listas, una soleada mañana de marzo, buscó entre los discos, tardó en decidirse y finalmente sonó un Aria de la Opera Norma, Casta Diva de María Callas. Su voz cristalina como las olas en su retirada, voló por los acantilados como los alcatraces, ágil y serena, Berto subió a la torre y sintió como todo su mundo se encontraba por fin reunido en un momento, abrió los brazos, en el momento álgido de la diva y mientras su piel se erizaba, dos lágrimas, las que no supo echar cuando perdió a su madre y a su padre, recorrieron sus mejillas, luego se precipitaron al vacío, Berto era feliz.
Desde aquel día, la música pasó a formar parte del paisaje, se sentía como “ayudante” del creador, había “mejorado” la obra, haciendo del sonido, de la música, un compañero de la visión, la luz, el aroma, el olor y la brisa. Desde aquel día, la música no dejó de sonar, siempre que fue posible, desde la torre del faro, a veces era Brahms quien acompañaba las nubes, otras Dovrak bailaba con las olas, a veces Wagner luchaba con el viento, Mozart brincaba con las mariposas y libélulas, Vivaldi alegraba los carrizos y Pavarotti, cantaba “Torna Sorrento” al sol del mediodía.
(Lo siento pero continuará)
Okawango
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